Queridos amigos, queridos
ciudadanos de Lavey-Morcles, queridos feligreses de las Parroquias católicas y
protestantes.
Me incumbe transmitir un
mensaje en nombre de las iglesias. Todavía no hace un año que llegué a Suiza.
De origen: español. Por matrimonio: Suizo. Entonces me concederéis que diga que
soy suizo del extranjero. Mi mirada, pues se da todavía desde el exterior. Es
una mirada nueva. Una mirada que puede dar a las cosas su dimensión real. Tanto
es verdad que con el tiempo acabamos por banalizar la realidad.
Suizo pues del
extranjero. Y europeo. Así como probablemente algunos de vosotros. Suizo en
medio de Europa, hoy no podemos negar esta realidad. Estamos en medio de una Europa
en crisis. Suiza, por supuesto, tiene también sus problemas. También hay sectores
de la población que están tocados, empresas, y familias.
Pero compruebo valores:
una cultura del trabajo bien hecho, del esfuerzo, del orden, de la
responsabilidad, de la honradez. Pilares que no hay que abandonar, que conviene
transmitir, en familia, en la escuela, en la catequesis. También el respeto de
la naturaleza que nos da sus frutos, que nos alimenta: leche y miel, queso y
vino, frutas, manzanas y albaricoques… El amor a la tierra. Fundamental para estar
arraigado en lo esencial. Y también el
pilar de la austeridad. Europa del norte lo impone a la del sur. Aquí forma
parte de nuestras costumbres. A nivel personal, doméstico, colectivo y de las
administraciones públicas, incluso a precio de renuncias y de sacrificios.
Y ya que hablamos de
pilares... Sabemos que cuanto más queremos construir alto y grande, más los
pilares deben ser fuertes y profundos. Los pilares no los vemos. Y sin embargo
sostienen la casa. El bienestar se mantiene a golpe de virtudes invisibles: la
constancia, una voluntad renovada, una fuerza de resistencia para no abandonar.
Estas virtudes son el fundamento escondido para una vida y para una sociedad
que se construye sobre buenos cimientos.
Esta noche los fuegos se
encienden. En los pueblos, los campos, y sobre las cumbres. Los fuegos indican una presencia. Sea en Lavey o en
Morcles, en Bex o en Saint Maurice. Cada fuego indica que aquí, y allí, hay
gentes dispuestas a movilizarse para ayudar. No hay seguridad si no hay
solidaridad.
Una identidad común, en
el respeto de las diferencias y de las identidades locales.
Estos fuegos indican el encuentro. El lugar donde la
familia se reúne, donde la comunidad se reúne. Para que todos juntos se puedan
calentar. No hay sociedad estable sin una cultura de la interdependencia en el
compartir. Donde cada uno puede hablar y ser escuchado. Donde cada historia
personal puede ser acogida y encontrar un sitio para existir.
Los fuegos indican la fiesta. Tomar tiempo para dar
un lugar a la alegría, a la convivencia. La fiesta para gozar de las partes más
elevadas y soleadas del edificio. Para que haya alternancia y equilibrio entre
el esfuerzo y el gozo. El trabajo y el descanso. La actividad individual y la
amistad.
Los fuegos indican la purificación. No hablo de
perfección. Tampoco quiero dar lecciones de moral. Hablo de purificación tanto
en cuánto es verdad que toda sociedad
necesita también quitarse el lastre de todo aquello que es inútil. Reformar sus
leyes y sus instituciones. Reconocer en
el plano personal y colectivo lo que es necesario rechazar, y lo que no
contribuye a la felicidad. Incluso pagando el precio, lo sabemos, de debates
profundos y de conflictos de adaptación.
Los fuegos, finalmente,
indican un estado de la vigilancia.
Por la noche, los que velan alimentan un fuego para alumbrarse, calentarse y
protegerse. Vivimos en un tiempo, de incertidumbres. Los puntos de referencia
cambian. En este tiempo, el fuego de la fe, el fuego de la esperanza, y el
fuego del amor, pueden guardarnos en estado de vigilia, y hacernos capaces, de
dar lo mejor de nosotros mismos, en toda circunstancia.
Lavey-Morcles, Fiesta del
1 de agosto de 2012
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